Desde siempre me he sentido atraída por las mujeres, es algo que nunca he podido controlar ni mucho menos elegir, algo que nació conmigo y que me parece tan natural como si me sintiese igual de atraída por los hombres. Pero por desgracia no todo el mundo lo ve igual. Desde que tenía tres años hasta los dieciséis estudié en un colegio de monjas en el que nunca nadie nos habló de la homosexualidad, de la posibilidad de ser diferentes, de la diversidad o de algo que pudiese convertirnos a cualquiera los alumnos en alguien con una opinión distinta, alguien a quien no le valiesen las ideas preestablecidas, con la capacidad de crear sus propios valores y de conocer antes de juzgar. Por eso, cuando me di cuenta de que dentro de ese círculo sentirse atraída por una mujer no estaba dentro de lo que ellos consideraban normal, me asusté. Me asusté tanto que pensaba que algo estaba mal en mí, porque igual que me gustase la prima de un compañero de clase era un error tonto, que me gustase la hermana mayor de otro compañero podía ser casualidad, pero que también me gustasen la profesora de natación y la de educación física me hizo pensar que yo no era una niña, porque a las niñas no les gustan las chicas, entonces me enfadé mucho con el mundo porque yo no era un niño, pero al igual que mis compañeros de clase yo también quería casarme con una mujer.
La falta de referentes o de que simplemente alguien me contara que no hay nada de malo en querer a otra mujer y formar una familia con ella hicieron que poco a poco me metiera en el armario, es decir, cuando yo era más pequeña jamás oculté mi sexualidad porque ni siquiera sabía qué era ser homosexual o heterosexual, simplemente decía lo que sentía como cualquiera de mis amigas cuando iban detrás de otro niño de la clase. Hasta bien tarde nunca supe que había otras formas de vivir la vida que fuesen más allá de lo que todos esperaban para mí sólo por el hecho de ser lo común. Durante la adolescencia hice todo lo posible para tratar de ser como el resto, porque era como debía ser. Tuve algunos novios, si es que se les puede llamar así a esos amores de instituto que son fugaces cual estrella atravesando el cielo. Fue justo ahí cuando el gran invento llegó a casa: Internet, fue casualidad leer una noticia en una página web de cotilleos la ruptura de una pareja de lesbianas. Espera, ¿les qué? ¿Eso qué es? Volví a leer, no me lo podía creer, no sólo en mis sueños era verdad que una chica podía salir con otra, sino que las chicas a las que les gustaban otras chicas tienen nombre, lesbianas. ¿Entonces yo soy lesbiana? Continué leyendo e investigué sobre el tema. Homosexualidad, promiscuidad, infierno, enfermos, cura… ¿Cómo? ¿Por qué esas palabras estaban relacionadas entre sí? Yo creía que la promiscuidad era tener trece años y haber mantenido relaciones sexuales con más de cinco chicos como una chica que iba a mi clase, no sentirse atraída por otra mujer.
Estaba tan contenta por descubrir que podía tener una novia y me llevé una decepción más grande que mi alegría. No podía ser verdad, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo así que utilicé una clase de ciudadanía (asignatura que se imparte en los institutos en la que se tratan temas como derechos y deberes del ciudadano y la Declaración Universal de los Derechos Humanos) para solventar mis dudas, aunque la respuesta que me llevé no fue la mejor que se podía dar: la profesora me dijo que los homosexuales no quedaban exentos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos al igual que no lo deberían estar los presos de algunas cárceles. Menuda comparación: ¿Qué habían hecho los homosexuales para ir a la cárcel? Lancé la pregunta sin más, entonces la profesora me dijo que en algunos países del mundo no era “legal” ser homosexual y que eran perseguidos y encarcelados por ello. Después de aquella clase yo estaba de todo menos tranquila, así que decidí que, aunque por un lado estuviese contenta por descubrir que había más gente que sentía lo mismo que yo, debía guardarlo en secreto.
Los años pasaron y mis años en el colegio de monjas acabaron, salí al mundo a conocer la realidad y aprendí que no todo el mundo tiene los mismos gustos, las mismas creencias ni los mismos principios. Tuve la suerte de conocer a otras chicas como yo, de enamorarme y desenamorarme de algunas de ellas y no ser juzgada por ello, a fin de cuentas el mundo no era tan cruel como me había imaginado. Sin embargo, por muchos años que hayan pasado, a día de hoy sigo viendo los mismos errores en el sistema educativo, veo cómo mi hermana pequeña se sorprende cuando ve a dos hombres o dos mujeres cogidos de la mano y soy yo quien le tiene que explicar qué significa y que es tan normal como que ella vaya de la mano por el patio del colegio con el chico que le gusta.

Fuente: Revista Mireles , Portal Diverso Ecuador.